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Una infancia con todos los condimentos, cuando Astor conoce a Gardel

SUCESO GARDELIANO N°14 - 16/03/2020

Una infancia con todos los condimentos, Cuando Astor conoce a Gardel 

Astor Piazzolla, nacido en Mar del Plata y exiliado en Nueva York, paso su infancia entre viajes y clases de musica. Su padre, admirador de Carlos Gardel, se contacto con el «Zorzal criollo cuando llego a la «ciudad de los rascacielos».

 La pesca y la caza con sus familiares contenían esa cuota de aventura que alimentaba su imaginación infantil. De la quinta de sus abuelos maternos, conservará el colorido de las frutas y verduras que aprovisionaban la ciudad y el sonido del acordeón resonando en el aire durante reuniones familiares, interpretado por sus tíos o por su padre, Vicente Piazzolla. 

Astor Piazzolla y Asunta su madre

Astor bebe y su madre, Asunta.

Una infancia feliz, interrumpida por las operaciones que desde muy niño debió soportar por una malformación al nacer en su pierna derecha que de todas formas quedó 2 cm. más corta. 

Desde el comienzo se vio marchando por un camino de lucha sobre sí mismo por tratar de parecerse a cualquier otro niño en la vida cotidiana de juegos y peleas, pero sabiéndose por dentro un niño distinto. Estas experiencias fueron templando su carácter. Crecer en fortaleza física y anímica estimulado permanentemente por sus padres para que no se sintiera disminuido, constituyó su temprano entrenamiento para afrontar los avatares de la vida que vendrían después.

Hacia 1925, su padre Vicente decide emigrar con su esposa y su hijo hacia los Estados Unidos. Se instalan en Nueva York. Su padre consiguió trabajo en una peluquería y su madre desde su casa armó otra para mujeres.

Tía Angelina, tío Antonio, Vicente, Astor, tío Pablo, Asunta, tía Giovanina,  la familia residente en Estados Unidos.

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Astor, Vicente y Asunta en Estados Unidos.

Era el año 29, Astor estaba por cumplir 8 años, y una enorme sorpresa marca su predestinación, su padre la regala un Bandoneón, a Vicente le gustaba, tocaba el acordeón y la guitarra y lo hacía bastante bien; a veces lo hacía en los festivales de la comunidad italiana de la ciudad, y había compuesto un tango. En el departamento donde vivían había discos de fonógrafo de Julio de Caro, así como de la superestrella de aquel entonces, el barítono Carlos Gardel. Cuando Vicente llegaba a su casa, alrededor de las ocho o nueve de la noche, lo primero que hacía era escuchar un disco, y no era raro que al hacerlo los ojos se le humedecieran por la emoción, nada podría haberlo complacido más que ver a su hijo convertido en un célebre músico de tango, y seguramente consideró que el bandoneón era la pieza clave para concretar ese futuro.

La historia arranca así, nunca mejor contada que por el propio Astor:

Caminando por las calles de NY Vicente Piazzolla entra en una casa de empeños. El dueño, un hombre desmemoriado y poco sentimental, lo atendió con desgano. Vicente preguntó por el bandoneón para niño, con  los ojos muy brillantes, porque ver esa cosa ahí, entre tantos violines, porcelanas antiguas y copas de plata, fue como un milagro, como si Dios lo hubiera dejado a propósito en aquella vidriera.

Vicente le pregunta si se lo había comprado a un argentino; —Acá vienen de todas partes. Le cuentan a uno sus problemas, lloran un poco, pero el dinero lo agarran. Yo, por suerte, nunca mezclo los sentimientos con los negocios – quiso saber Vicente. A lo mejor conocía al tipo, o se trataba de algún compatriota en desgracia. Vender una cosa así… No lo podía creer; era tan lindo.

—Mire: yo compro y vendo. ¿Lo quiere o no, lo va llevar?

—Claro, claro que lo quiero. Es para mi hijo. Esto me lo mandó Dios.

—Por diecinueve dólares hasta le pongo una caja para que no se le maltrate en el camino. Lleva usted una joya.

—Mi hijo es un pibe, ¿sabe? Va a ser algo grande, yo lo sé. Son presentimientos que uno tiene. ¿A usted nunca le pasó?

—Claro. Son diecinueve dólares –dijo el hombre sin prestarle atención.

Don Vicente pagó, saludó y salió a la calle. En la esquina de la Ocho, apuró el paso. Llevaba la caja apretada contra el pecho.

Doña Asunta, que nunca salía a la calle antes de las seis de la tarde, pocas veces lo había visto tan alegre y con un paquete tan grande.

—¿Regalos para la familia? –preguntó uno de ellos.

—Una bomba. Esta noche prendo la mecha y volamos todos –contestó Vicente. Los vecinos ya conocían su sentido del humor, a veces imperdonable.

Vicente entró y fue derecho a la cocina. Quería darles la sorpresa a la hora de la cena, pero ya no aguantaba. Era demasiado para él solo. Oyó el ruido de la puerta de calle y los pasos cortos de su hijo. Seguro que le iba a gustar. Qué armónica ni qué carajo.

Astor llegó revoleando su bate de béisbol. Los ojos redondos y alegres. Se quedó mirando la caja.

—Dale, abrilo, es para vos –dijo Vicente nervioso. No tenía paciencia para esas cosas. Además, ése no era un regalo cualquiera. Era algo así como un milagro, un oscuro y pequeño presentimiento–. Abrilo, te digo

–y manoteó el paquete.

Astor fue arrancando despacio el papel. Miraba la caja y después a su padre. “No son patines”, pensó, “la caja es demasiado grande. Ni una armónica dorada, ni un equipo nuevo de béisbol”.

Astor separó las últimas hojas que componían el envoltorio: páginas y páginas amarillas de un viejo periódico. Hasta que, finalmente, apareció la “jaula”, con un envarillado de metal, la botonera y las incrustaciones de nácar. “Es una caja de magia”, pensó Astor y la rozó con un dedo tembloroso, como si desde adentro fueran a saltar conejos y palomas.

—¿Qué hacés ahí parado? Tocalo, tocalo carajo. ¿O sos hijo de rusos vos?

Astor dio varias vueltas alrededor de la jaula, hasta que empezó a reírse bobamente, porque aquella cosa le resultaba desconocida y todo lo desconocido lo ponía nervioso y le provocaba risa.

—Tiene un montón de botones –dijo.

—Hay que abrirlo y cerrarlo, para que suene. Es como el acordeón del tío, pero esto se llama bandoneón. ¿Entendiste?

—¿Y yo qué hago con esto? –preguntó Astor, que no le veía gracia a aquella caja negra.

—Tocarlo. Ahora sentate y ponételo sobre las rodillas. –Vicente colocó suavemente el bandoneón entre las manos de su hijo y se quedó mirándolo–. Éste es el instrumento que toca Pedro Maffia… El del disco que escucho a la noche.

Sentado, quieto, Astor metió las manos adentro de las correas. Los dedos se le endurecieron. Apretó una tecla.

Un sonido corto y agudo lo sorprendió.

—¿Qué hay adentro? –preguntó.

—Qué va a haber, carajo. Sonidos, música, eso hay.

Astor apretó otra tecla y cerró el fuelle. Fue como un golpe de viento.

—De acá no sale nada. Esto es duro, no es como la armónica.

—De la armónica olvidate. Ahora tocá. Tenés que acostumbrarte.

Poco a poco, hasta que te encariñes –dijo Vicente y acarició la cabeza de su hijo–. Yo sé que vas a tocar bien. Vas a ir a estudiar… No sé dónde, pero te voy a conseguir un maestro.

Astor miró a su padre. Lo vio distinto, alegre, como si algo largamente deseado se hubiera cumplido en ese momento.

—¿Estás contento, papá? –preguntó.

—Claro… Te veo ahí y me imagino cosas. Me gusta ver ese bandoneón en tus rodillas –dijo y salió, porque habían sido muchos los sueños demorados por la pobreza. Recordó cuando tocaba el acordeón para su padre, las ilusiones, los miedos. Todo se repetía ahora en su hijo. “El destino”, pensó. Nunca había imaginado que cosas así pudieran ocurrirle a un hombre común.

Astor aprovechó la ausencia de su padre para tocar y mirar el bandoneón por todos lados. Decidió que hubiera sido más lindo una armónica, pero tal vez algún día (como decía su padre) le tomaría cariño, se acostumbraría.

Lo golpeó con los nudillos primero, luego con toda la mano, con fuerza.

—¿Quién anda ahí? –preguntó con la boca pegada al instrumento.

El bandoneón contestaría años más tarde.

Crisis del 30, la argentina y el regreso 

Unos meses más tarde por la crisis del año 29 en EE.UU., Vicente y familia vuelven a Mar del Plata, las cosas no están bien en Argentina, la crisis Americana había llegado a nuestro país. Astor se ve obligado a reinsertarse en su país de origen, con vivencias contrapuestas: por la vida que debió asumir en Nueva York, no había logrado hablar de corrido el español, su idioma materno y la vestimenta que había incorporado en el país del Norte, era la burla de sus compañeros en la escuela quienes, no contento con esas reacciones, también se mofaban por su particularidad al caminar. Asunta y Vicente vivían hablando en voz baja, con gestos de preocupación y miradas que ya no eran alegres como en otras épocas. Las cosas habían cambiado en Argentina.

—Antes no había tantos pobres –le dijo Asunta a su esposo, una tarde tediosa y sin clientes.

—Mirá los negocios, están vacíos. No hay plata –dijo Vicente, nervioso, porque la peluquería no andaba bien. En toda la tarde un solo cliente, y de los ahorros no quedaba casi nada.

—Ni trabajo… De la fábrica de pescado que hay en el puerto echaron a un montón.

Mientras estas preocupaciones angustiaban a sus padres, Astor intentaba adaptarse al guardapolvo blanco, Astor había empezado a estudiar, pero sin ganas. Hubiera preferido pasar las horas pescando con los primos Bertolami, pero papá había decidido que el bandoneón y el tango tenían que ser lo más importante en su vida.

-Quiero que estudies bandoneón. Escuchá bien: éste se llama Pedro Maffia y no hay zurda como la de él. Así quiero que toques, el día que toques así me muero-.

Líbero Paoloni,  llegaba todos los martes y jueves a la casa de los Piazzolla, con su bandoneón y un traje de lino blanco. No era maestro, pero Don Vicente prefería un hombre de tango para que su hijo aprendiera el bandoneón. Un día, Líbero se vio obligado a partir para Buenos Aires por un contrato de trabajo y dejó a Astor en manos de su hermano Homero, profesor de música y de bandoneón.

—El pibe tiene talento, sentimiento. Es un tanguero de alma –le dijo Homero Paoloni al padre de Astor, felicitándolo por esa vena artística que tenía el chico–. Todavía le queda ese estilo americano, pero ya está en camino, va a cambiar.

Don Vicente, fanático de su hijo y de la vida, sintió, por primera vez, que le temblaban las piernas de la emoción.

—Yo ya lo sabía, maestro. Va a ser algo grande. Ya lo sabía –dijo, serio, y decidió empezar a escribir, en una libreta con tapas de hule negro, la vida de su hijo. Dos meses después, en secreto, escribió laboriosamente el título: La vida de mi hijo… o sea, él también tiene su historia. Y sonrió, satisfecho.

Después de varias clases con el maestro Paoloni, Astor ya tocaba rancheras, valses y tangos Astor, ya se estaba adaptando a Mar del Plata y borrarse la cara de Willy, la calle Ocho, el bueno de Scabutiello del barrio en NY. Recordarlos le hacía mal, como también eso de oír a su madre repicando siempre aquello de que la plata no alcanzaba y que el país iba de mal en peor.

Piazzolla niño Bandoneon

Astor Piazzolla posando con su bandoneón

Trío folclórico formado por Agustín Cornejo, Miguel Cáceres y Astor en bandoneón.

Una noche ocurrió algo con lo que siempre había soñado, pero que con el tiempo había decidido olvidar. Habían terminado la cena. Vicente y Asunta se fueron a dormir. Astor permaneció un rato dando vueltas en la cama. De la habitación de sus padres llegó otra vez ese murmullo que le quitaba el sueño. “Seguramente están hablando de algo que no querían que oiga”, pensó, pero se acercó a la puerta y pegó la oreja.

—Como vos quieras –decía su madre, llorando.

—Allá podemos poner la peluquería. Vamos a estar más tranquilos

–decía su padre.

—Pero… otra vez a empezar, viejo.

—Yo acá no aguanto. La plata no alcanza, este país se va a la mierda, Astor anda nervioso… Me estoy volviendo loco.

—Está bien, hay que escribirles a los primos para avisarles.

—En una semana vendemos todo y allá podemos conseguir un departamentito en la Ocho o en la Nueve.

Astor pensó nuevamente el barco, las valijas, los mareos, los tíos y los primos llorando. No sintió alegría, tampoco ganas de llorar. Se quedó quieto, pensando en qué diría Willy cuando lo viera. 

La anécdota de la armónica

Astor y Stanley fueron grandes amigos, y cometieron miles de travesuras, algunas de estas acompañaron a Astor hasta sus últimos días, unas de las más recordada fue el robo de la armónica, y nunca mejor contadas que por el propio Astor.

 “Robar no me pareció algo imposible. Cuando los muchachos hablaban de sus hazañas, yo escuchaba. Era una época en que la mafia era dueña y señora de toda Nueva York. En esa escuela estudiaban muchos hijos de famosos delincuentes, y ése era el mundo que a mí me mostraban. Un mundo fácil de conquistar. No existían normas morales, todo era posible. Me sentía atraído por todas esas historias. Por eso, pensé en la armónica que había visto en un estante de la tienda Macy’s. Era carísima y papá nunca me la iba a comprar. Era una Hohner cromática, la más grande, Vicente odiaba las armónicas. Sólo quería que tocara el bandoneón. Tocar la armónica era traicionarlo. Pero yo no amaba el tango como él, que se emocionaba cada vez que escuchaba un tango. A mí me gustaba el jazz y esa armónica dorada. La quería. La quería más que a cualquier otra cosa en la vida. No me aguanté. Pensé en mis viejos, siempre pensaba en ellos antes de hacer una cosa mala, pero esa armónica era todo para mí. Cuando me decidí se lo dije a Stanley. Él, como siempre, me ayudó.”

—No hay mucho control en ese piso –dijo Astor, explicándole a Stanley su plan–. Al mediodía y con el calor, las empleadas se meten en el baño a refrescarse. Quedan dos o tres, pero medio dormidas.

—Yo cuido la retaguardia, por las dudas. Tenés que ser rápido. La velocidad, los buenos reflejos, son imprescindibles en estas operaciones

–aclaró Stanley, que prefería estudiar cada detalle para evitar errores.

—Bueno, en marcha, nos queda poco tiempo. Es cambio de turno.

Cuando entraron y mientras subían las escaleras, Astor sintió que le saltaba el corazón en el pecho. Iba a ejecutar un acto de justicia largamente esperado. Esa armónica le pertenecía. Su padre jamás iba a comprársela. Se acercaron lentamente al lugar indicado. Vestían trajes impecables y charlaban de cualquier cosa para evitar gestos de tensión y movimientos que los traicionaran. Saludaron a la cajera, que cabeceaba de sueño, acodada sobre el mostrador. Desde el interior de los baños llegaban risas. Las muchachas se estaban refrescando. Astor sintió que el saco le pesaba sobre el cuerpo.

—Ahí está. ¿La viste? –dijo a Stanley, apretándole el brazo.

—Rapidez. No dudes. Yo te aviso. –Las órdenes del Polaco eran siempre precisas, contundentes.

—Es divina… Él nunca me la iba a comprar.

—Ahora –ordenó Stanley, mirando hacia los baños de las empleadas.

Astor alargó la mano y agarró la armónica sin la caja. La metió en el bolsillo trasero de su pantalón, dieron media vuelta y caminaron despacio hacia las escaleras.

—Salgamos por la puerta de la derecha. Ya pasó todo, ahora a casa

–dijo Stanley sonriéndole a una empleada rubia que regalaba muestras de perfumes en la puerta de salida–. Adiós, linda.

Astor sintió deseos de gritar y de tocar su armónica para toda la gente de esa ciudad que tanto amaba.

“…Hasta que sentí que alguien me agarraba de los brazos. Habíamos caminado unos metros y nos sentíamos libres, pero no fue así. Una mujer policía, como de un metro ochenta, pelirroja, corpulenta y siniestra, me sacó la armónica del bolsillo, me golpeó con ella en la cabeza y empezó a reírse. Nos habían agarrado. No había escapatoria. Nos tuvo contra la pared un rato largo y después empezamos a caminar. Íbamos hacia la comisaría. Pensé en las rejas de la cárcel y en la paliza de papá. Teníamos que intentar escapar. Quizás en el momento de cruzar la avenida. Pasaban infinidad de camiones. Todo era cuestión de distraer a la pelirroja, salir corriendo y treparnos a la parte trasera de algún camión. Yo lo había hecho muchas veces. Era peligroso, pero mejor que la cárcel. Lo miré a Stanley. Él comprendió. De repente, dándome ánimo y usando toda la potencia de mi voz, pegué un grito como nunca en mi vida. La mujer policía, del susto, nos soltó por un instante. Fue fatal para ella; antes de que se recuperara ya nos habíamos trepado a un camión de reparto y estábamos a varias cuadras del lugar. No tenía mi armónica, y lo lamenté. Pero estábamos libres”.

Astor llegó a su casa rojo y sudando.

—¿Hace calor? –preguntó Doña Asunta cuando lo vio llegar.

Astor contestó que sí y fue derecho a su pieza. Necesitaba descansar, olvidar el susto, y extrañar su Hohner cromática.

El bandoneón era un mandato paterno, y no iba a desilusionar a su padre; y comenzó a Indagar los secretos de ese fuelle, prueba con su botonera, trata de arrancarle sonidos que irán atrapándolo casi sin darse cuenta.  

Cuando Astor conoce a Carlos Gardel

El jueves 28 de diciembre de 1933 llegó a Nueva York a bordo del buque Cbamplain, procedente de Francia, el más famoso cantante popular de América Latina. Carlos Gardel era la primera auténtica superestrella de la Argentina moderna y de toda América Latina.

Era el más importante cantor de tango, ídolo de Buenos Aires y reciente estrella de los teatros y cabarets de París. Sus primeras películas, rodadas en Francia por la compañía Paramount, se exhibían en toda América Latina.

Llegaba a Nueva York para participar en una serie de programas radiales de la NBC y con la esperanza de convencer a la Paramount sobre la conveniencia de filmar nuevas películas.

Al igual que muchos otros argentinos, Vicente era fanático de Gardel y se enteró, por un amigo de la dirección del departamento que Gardel había alquilado en NY, aprovechó su habilidad para la talla de madera, para hacer la figura de un gaucho tocando un bandoneón, le agregó una leyenda “Al gran Carlos Gardel, este recuerdo de Vicente Piazzolla” y dio instrucciones a Astor para que se la llevara al departamento que ocupaba Gardel con su asesor musical, Alberto Castellano, y con Alfredo Le Pera, su letrista y guionista. Así, una lindísima mañana de primavera de 1934 Astor se encontró a la entrada del alto edificio Beaux Arts, en la Calle 44; en la entrada había un hombre calvo que tenía en la mano una botella de leche y parecía perdido. Astor se dirigió a él en inglés y el individuo le respondió en español: era Alberto Castellano, Astor había practicado el saludo en español (lo hablaba mal), esperaba el ascensor. Mientras subían, Astor preguntó:

—What floor?

—No entiendo, pibe, yo no hablo inglés –le contestó el hombre.

—Yo soy argentino y voy al piso 18 a ver al señor Gardel –le aclaró Astor, sudando, porque se había esforzado en hablar lo mejor posible.

—Fijate qué casualidad, yo vivo con Gardel. Estamos acá de paso, porque Carlos tiene que hacer unas grabaciones. Ahora está durmiendo; pero pasá, vení.

Salieron del ascensor y se detuvieron frente a una puerta blanca. El señor Castellanos buscó algo en el bolsillo. Astor vio que se ponía nervioso. Buscó en el otro bolsillo, hizo gestos, balbuceó palabras que Astor no entendía.

—Carajo, me olvidé las llaves. Carlitos me mata. –Siguió buscando en el pijama que llevaba puesto debajo del sobretodo–. ¿Te animás a entrar por la ventana? Sos flaquito, seguro que podés.

Para Astor, con su habilidad para trepar escaleras de incendio, era más fácil entrar por la ventana que por la puerta. En unos minutos estuvo adentro de la habitación. A pesar de la penumbra, pudo ver dos camas y dos señores durmiendo. Uno roncaba, el otro tenía la cabeza tapada con la almohada. Seguramente Gardel era el de pelo negro y brillante, como le había contado su padre. Le tocó el hombro con suavidad y luego le abrió la puerta al señor Castellanos.

Astor quedó parado en un rincón, quieto. A los cinco minutos, despertó Gardel. Un pijama de franela gris y una sonrisa. Astor se presentó:

Familia Piazzolla con una figura tallada en madera, réplica exacta de la que realizara y obsequiara Vicente Piazzolla «Nonino», a Carlos Gardel en New York a través de Astor Piazzolla el día que lo conoció.

Mi papá le manda este muñeco de recuerdo. Yo soy argentino, toco el bandoneón y me gusta cómo canta usted y mi mamá lo invita a comer ravioles a mi casa, cuando usted quiera; Gardel observo el regalo y dijo sería su muñeco de la suerte. Astor sonrió. Gardel le pidió a Astor que traiga el bandoneón y toque algo para el al día siguiente. Le pregunto si hablaba inglés, Astor dudó un instante, pero después empezó a explicarle cómo se decía gracias, cómo se saludaba, cómo pedir un vaso de leche con budín, una corbata, una entrada para el cine. A Gardel le gusto y le pidió lo acompañe a ir de compras y divertirse un rato. 

Cuando Astor llegó a casa contó todo. Vicente se emocionó, Nonina lloraba. Astor ensayó durante dos horas la Rapsodia en Azul de Gershwin, algunos valses y un tango.

Al día siguiente, con una camisa blanca y un pantalón azul, caminó hacia el departamento de Gardel. Astor colocó el bandoneón sobre sus rodillas y tocó, Gardel lo miraba y sonreía.

Después del tango, habló:

—Vas a ser algo grande, pibe, te lo digo yo… Pero el tango lo tocas como un gallego.

—Es que tengo que ensayar, yo de tango no sé mucho –se disculpó Astor.

—Métele, que vas a llegar. Y ahora vamos, que quiero conocer la ciudad.

Caminaron toda la mañana. Gardel se probó camisas, compró zapatos, trajes, corbatas y al mediodía comieron ravioles en el Santa Lucía. Astor le mostró sus escuelas, la casa de George Raft, el Central Park, el River Side, los alrededores de Harlem.

Foto simulada: Gardel con la familia Piazzolla en la puerta de la peluquería de Vicente, New York

Corría el año 1935, Carlos Gardel se encontraba filmando, tras la amistad que había entablado con el joven, Gardel le ofrece el papel de canillita en el film “El día que me quieras”. 

—¿Te gustaría tocar conmigo? –le preguntó Gardel un día, mirándolo a los ojos, serio

–. Tocás bien, me gusta.

Astor creyó que se trataba de una broma. Eso no podía ser.

—¿Lo dice en serio?

—Claro. Quiero que grabes conmigo y actúes en una película que vamos a filmar.

—¿Una película? ¿Y yo qué hago en una película? –Astor se sintió desconcertado. Eran demasiadas cosas juntas. 

Estaba soñando.

—Se llama El Día que me Quieras, y quiero que hagas el papel del canillita.

—¿Y qué es eso?

—El que vende los diarios… el pibe de la calle. Como vos. Es el papel justito para un reo como vos.

Astor no supo qué decir. Finalmente, luego de conversar con Don Vicente y Doña Asunta, graban el disco y filman la película.

Astor recibió como paga 25 dólares, por el papel y conservó toda su vida una foto de la fugaz y casi imperceptible escena en la que apareció junto a Gardel y al actor Tito Lusiardo.

Gardel enviaría la fotos donde Astor aparecía en le película con una dedicatoria a Vicente Piazzolla.

Astor en escena película “El día que me quieras”.

Backstage rodaje película “El día que me quieras”.

A fines de marzo, luego de terminar de filmar la última película “EL día que me quieras”. En la última carta enviada a Armando Defino (Bogotá, 20-6-1935) Gardel decía: “…Las noticias que me enviaste de El día que me quieras me produjeron mucho placer. Yo vi la película aquí en Bogotá, en privado; Paramount ésta loca con el film. ¡Con decirte que van a lanzarlo en cinco teatros al mismo tiempo en una ciudad donde hay apenas quince cines! … A mí la película me volvió a causar una impresión inmejorable y sigo creyendo que es mi mejor trabajo cinematográfico y que hemos matado el punto con las canciones. Me alegra la noticia de que se estrena en julio y espero que llegaré con los laureles fresquitos a Buenos Aires. Acerca de Tango Bar a pesar de la carnicería, resultó un formidable éxito en una privada dada en New York. Por primera vez en una privada de películas españolas, el público aplaudió y yo recibí infinitas felicitaciones. La Paramount de New York me mandó un cable diciendo que era mi mejor película y que no envidiaba en nada a la otra. ¡Ojalá sea verdad tanta belleza!”. 

El 25 de marzo de 1935, desde los estudios de la RCA Víctor en New York, Carlos Gardel anunció en una grabación promocional, el inicio de su gira por Latinoamérica en la que visitaría Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Panamá, Cuba y México. En las últimas cartas enviadas a sus amigos Gardel escribió que ésta sería una de sus últimas giras, por razones de cansancio y económicas. 

Después de tantos años intensos cantando en vivo Gardel comenzaba a sentir el peso de tanto trabajo y su deseo era tratar de ahorrar y retirarse, o al menos no exigirse tanto; en una carta fechada el 15 de febrero de 1935 escribió Gardel a Armando Defino, su apoderado: “Tratá de ubicarme bien el dinero, haciendo todas las economías que puedas, para que el “retiro” sea más pronto, yo no pienso en otra cosa que en esto”. En sus últimas cartas Gardel afirmaba que su verdadero porvenir estaba en el cine y la radio: “Vuelvo a ratificarte mi idea acerca del trabajo teatral. Se acabó. Ya no estoy para estos trotes y la sola idea de ponerme las prendas gauchas me hace caer el pelo … En la radio es otra cosa y en las películas con dos o tres semanas de trabajo y cinco canciones estoy del otro lado”.

El lunes 24 de junio el aviador Ernesto Samper Mendoza voló a Medellín, desde Bogotá, en su habitual avión Curtiss Kingbird y permaneció en el Club social esa mañana. El Ford Trimotor de matrícula “F-31”, al mando de los experimentados aviadores americanos Stanley Harvey y John Mc Millan, estaba ya llegando desde Bogotá a Medellín, en su ruta hacia la ciudad de Cali, con Carlos Gardel y su comitiva. 

Ernesto Samper a pesar de sus pocas horas de vuelo de entrenamiento en el Ford Trimotor, decidió relevar a la tripulación de pilotos americanos. Era una gran ocasión para inaugurar con sus recién adquiridos aviones Ford Trimotor, la ruta de la SACO de Medellín a Cali.

Tras muchas impericias el avión de la SACO Ford trimotor F31, inició su carrera por el centro de la pista, con el estabilizador posicionado “nariz abajo” para poder levantar la cola y obtener un mayor control sobre la nave. El sobrepeso ubicado en la parte posterior del avión, sumado a la velocidad del viento de cola, hizo que el aparato asentara de nuevo en la pista su rueda trasera, el banderillero de SCADTA, al ver que el avión de la SACO se dirigía hacia ellos, agitó su bandera roja de señales. El Ford Trimotor “F-31” inclinado hacia la derecha, solo se había levantado unos pocos centímetros cuando encontró en su trayectoria al Ford Trimotor, “Manizales” de la SCADTA. Un golpe seco siguió al estruendoso choque y el incendio de los dos aviones.

Simulacion despedida de Gardel          Imagen real del accidente.

A las 14,15 de la tarde del 24 de junio de 1935, El trágico Accidente terminó sin misericordia con la vida de 17 de los pasajeros, pilotos y copilotos.

Astor tocó el bandoneón en una de las muchas ceremonias de despedida que se le hicieron al cantor. Gardel quería que Astor lo acompañara en la gira, como una especie de factótum o asistente general.

 Pero Vicente se plantó: el chico tenía apenas catorce años. Otro argentino, José Corpas Moreno, ocupó el lugar de Astor y en consecuencia fue también una de las víctimas fatales del accidente. Así son las terribles vueltas del destino; si Astor hubiera ido en ese viaje, como escribió después, «En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa».

Los encuentros entre Gardel y Astor en Manhattan durante1934-1935 tuvieron un epitafio bastante sobrecogedor. Piazzolla contaría la historia muchas veces, pero quizás el mejor relato fue el que le hizo a Alberto Speratti en la larga serie de entrevistas que mantuvo con este en 1968:

En el ’56 ó ’57 [ … } vino a verme Andrés D’Aquila a Buenos Aires y me dijo: «Astor, voy a contarte algo que te va a poner los pelos de punta. La vez pasada, caminando por el Greenwich Village, encontré en un negocio que estaba en un sótano, un muñeco todo quemado, todo chamuscado, con un cartel debajo que decía MUÑECO QUE PERTENECIÓ A UN CANTOR ARGENTINO. Bajo, entro y pregunto cuánto vale. La empleada me dice veinte dólares. Busco, sólo tengo diez y le digo mañana lo vengo a buscar. Voy al día siguiente con la guita, y el muñeco ya no estaba. Lo habían vendido». Es escalofriante pensar en las vueltas que pegó este muñeco. Se lo di a Gardel, cayó con él en Medellín, quemándose parcialmente, y de allí alguien lo robó. Vaya uno a saber cómo viajó desde Colombia hasta Nueva York, hasta un negocio que estaba a sólo una cuadra de la casa donde mi papá lo talló. Pareciera como si el muñeco hubiera querido volver por un momento a la Calle 9, al lugar donde había sido creado.

Astor siempre tuvo la esperanza de que alguien encontrara la talla y se la enviara. Nadie lo hizo.

 

Material documental, del libro de Diana Piazzolla “Astor”; del libro de María Susana Azzi y la película Los años del tiburón de Daniel Rosenfel.

Walter Santoro  para Fundación internacional Carlos Gardel