Alfredo Le Pera había ya escrito varios libretos cinematográficos para Gardel, desde los tiempos de Joinville, en Francia. Los dos hombres eran grandes amigos. Ambos tenían gran confianza en las habilidades del otro. El arte histriónico de Gardel era limitado, o mejor dicho, especializado. Sus partes debían llevar el sello del color local que caracteriza al hombre de la Argentina. Le Pera llenaba ese cometido admirablemente.
Sus letras de tangos y canciones criollas eran altamente apreciadas en el mundo de la canción popular, aún antes de que los dos hombres iniciaran su espléndida cooperación en París. En efecto, era en ese aspecto de su contribución literaria —letras de canciones— en el que Le Pera se distinguía muy por encima de sus intentos de dramaturgia. Fue en ese campo de las formas menores que él cultivó, que encontró sus más felices expresiones, y a menudo se elevó a niveles de consumada maestría.
A veces Le Pera se muestra demasiado artificioso —buscando la rima en detrimento de la idea— y en más de una ocasión se sirve, no sin cierto desahogo, de la inspiración de otros poetas. La fina sensibilidad de su arte le hizo absorber elementos de las artes hermanas: pintura, literatura, música. La humilde letrilla de tango es su vehículo expresivo; en ella el poeta sugiere, pinta, conjura impresiones de colores, paisajes y costumbres del ambiente argentino —campero y urbano— con la maestría de un Picasso o un Quinquela Martín. Su urdimbre temática se desprende del lógico desarrollo de su narración; sus materiales están, inevitablemente circunscritos a las exigencias dramáticas del momento. Dentro de estas aparentes limitaciones, nuestro poeta esculpe arabescos y filigranas, dignos de un orfebre renacentista.