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Lepera como letrista

SUCESO GARDELIANO N°6 - 22/11/2019

Lepera como letrista

Interesante anécdota transcurrida un día en el departamento de Gardel.

Alfredo Le Pera había ya escrito varios libretos cinematográficos para Gardel, desde los tiempos de Joinville, en Francia. Los dos hombres eran grandes amigos. Ambos tenían gran confianza en las habilidades del otro. El arte histriónico de Gardel era limitado, o mejor dicho, especializado. Sus partes debían llevar el sello del color local que caracteriza al hombre de la Argentina. Le Pera llenaba ese cometido admirablemente.

Sus letras de tangos y canciones criollas eran altamente apreciadas en el mundo de la canción popular, aún antes de que los dos hombres iniciaran su espléndida cooperación en París. En efecto, era en ese aspecto de su contribución literaria —letras de canciones— en el que Le Pera se distinguía muy por encima de sus intentos de dramaturgia. Fue en ese campo de las formas menores que él cultivó, que encontró sus más felices expresiones, y a menudo se elevó a niveles de consumada maestría.

A veces Le Pera se muestra demasiado artificioso —buscando la rima en detrimento de la idea— y en más de una ocasión se sirve, no sin cierto desahogo, de la inspiración de otros poetas. La fina sensibilidad de su arte le hizo absorber elementos de las artes hermanas: pintura, literatura, música. La humilde letrilla de tango es su vehículo expresivo; en ella el poeta sugiere, pinta, conjura impresiones de colores, paisajes y costumbres del ambiente argentino —campero y urbano— con la maestría de un Picasso o un Quinquela Martín. Su urdimbre temática se desprende del lógico desarrollo de su narración; sus materiales están, inevitablemente circunscritos a las exigencias dramáticas del momento. Dentro de estas aparentes limitaciones, nuestro poeta esculpe arabescos y filigranas, dignos de un orfebre renacentista.

Carlos Gardel y Le Pera

LE PERA SE AFEITA

Interesante y productivo transcurría el día en el departamento de Gardel. De vez en cuando alguien contaba un cuento gracioso, con lo que las sesiones se hacían más entretenidas. Le Pera y Castellano seguían manteniendo su antagonismo, real o fingido, que estallaba día por medio, según Le Pera—, en violentos altercados. Ya hemos visto que esto divertía en grande a Gardel. La expresión de Le Pera se prestaba a ello. Sus mofletudas mejillas servían de fértil espacio para la barba más tupida que pudiera imaginarse. La simple operación de afeitarse era para Le Pera el proyecto más importante del día. En una sola afeitada era capaz de tardar una hora; consumía cuatro hojas de afeitar, se cortaba una docena de veces, y por fin salía de su suplicio con el azul descolorido de sus mejillas más acentuado que nunca. Estos eran precisamente los momentos escogidos por Castellano para iniciar sus peloteras, con la inmensa diversión de Gardel.  

Como es de suponer, con el humor de mil diablos con que salía Le Pera de su tortura, no era nada difícil que cayera fácil presa del anzuelo de Castellano. La expresión de Le Pera era de eterno enojo. Sus miradas de soslayo, con sus ojos grandes y saltones, aniquilaban. Castellano, sus ojos también pugnando por salir de sus órbitas, la misma expresión de enojo, pero de enojo sorprendido, le devolvía sus miradas furibundas con la misma aspereza, mientras se repartían acusaciones a voz en cuello. Una vez habituados a estas escenas era difícil disimular la risa y Gardel no hacía, por supuesto, ningún esfuerzo por ocultarla. Aparentemente, ni Le Pera ni Castellano prestaban ningún interés a las risotadas de Gardel y continuaban repartiéndose insultos con renovado brío.

Claro está que cuando terminaba el altercado, la vida se encauzaba nuevamente a su normalidad, y los dos «enemigos» olvidaban los motivos de su desavenencia con la misma facilidad con que la iniciaban.

Más de una vez he pensado que Castellano y Le Pera simulaban esas reyertas para divertir a Gardel. Ellos lo negaban. Estoy seguro, sin embargo, de que esos eran sus verdaderos propósitos. La intención me parecía noble. Y esto redimía, siquiera en parte, la malacrianza descomedida de sus trifulcas.

 

Del libro de Gardel en Nueva York

Por Terig Tucci